domingo, 31 de enero de 2010

El pintor del proletariado



Honoré Daumier (1808-1879) es uno de los mejores exponentes del Realismo en pintura. Se trata de un movimiento cultural que apuesta por atender las necesidades de la clase trabajadora, en creciente expansión a causa de los progresos derivados de la industrialización. Dichos progresos no vinieron acompañados necesariamente de unas mejores condiciones de vida para las clases más desfavorecidas, que vieron sin embargo que su situación en las ciudades era precaria a nivel económico y que apenas tenían derechos como obreros de las grandes fábricas que proliferaban en los más importantes núcleos industriales. El siglo XIX es por tanto el contexto del nacimiento del movimiento obrero, como respuesta a la situación que vivía el proletariado urbano. Es también el momento en el que nace el Realismo como una corriente cultural que reflejará la situación de un estrato social que hasta entonces había pasado desapercibido, cuando no olvidado, en las grandes corrintes artísticas.

Parece que, tras las ensoñaciones románticas, se hacía necesario un acercamiento a la realidad, a lo tangible. Y será cuando los obreros, los campesinos y la gente anónima pase a ocupar un papel protagonista en no pocas creaciones literarias, escultóricas o pictóricas. En el caso de la pintura realista, podemos citar el nuevo tratamiento que sobre el paisaje hará Camille Corot , pero también detenernos en el emocionante acercamiento que hace Jean-François Millet al mundo del campesinado. Cerraríamos esta lista con Gustave Courbet, del que hablaremos en la próxima entrada, y Honoré Daumier, al que dedicamos la de hoy.

Quizás pocos como Daumier para resumir con unas breves pinceladas la situación del proletariado. Con una técnica aparentemente descuidada, fruto probablemente de su afición al grabado, técnica que cultivará con mayor incidencia en los últimos años de su vida a causa de sus problemas económicos, nos ofrece una galería de personajes sumamente interesantes a pesar de que su catálogo pictórico no sea demasiado amplio. Y es que si nos centramos en tan sólo tres obras de este pintor, sabremos comprender hasta qué punto los presupuestos artísticos vigentes durante los últimos años parecían empezar a cambiar, y los temas iban centrándose, poco a poco, en la gente de a pie. Sólo así se explica, por ejemplo, la existencia de una obra como El vagón de tercera clase, una de las más reveladoras del estilo, y en la que los pobres ocupan la atención del espectador, quedando la burguesía de espaldas y en un premeditado segundo plano. Sólo así comprendemos el cariño con el que se acerca a la mujer trabajadora de su tiempo, como podemos ver en La lavandera. Ante esa situación de desamparo por parte de los poderosos, sólo cabía una respuesta común, que era la de hacer frente, a veces de forma contundente. Y esa reacción del pueblo es la que podemos apreciar en La huelga, pintura que encabeza esta entrada, y que resume a la perfección, desde un punto de vista artístico pero también histórico, todo aquello que venía pasando a mediados del siglo XIX.

domingo, 24 de enero de 2010

Tempestades



En 1844, William Turner (1775-1851) sorprendía al mundo del arte con su obra Lluvia, vapor y velocidad. No sería la primera vez que se valiera de los fenómenos atmosféricos para dar rienda suelta a un sentido de la composición absolutamente novedoso. Dos años antes, en 1842, realizaría la obra titulada Vapor en la costa de Harbour's Mouth durante una tormenta de nieve, que ilustra esta entrada. Estas dos pinturas tienen algunos puntos en común que lógicamente se explican por la cercanía temporal que media entre una y otra.

Para entender la temática de estas obras tenemos que remontarnos a la Revolución Industrial que había liderado desde finales del siglo XVIII Inglaterra, país natal de este artista. Es por ello que no es difícil encontrar dentro de sus creaciones alusiones más o menos evidentes al progreso técnico, que si en esta obra queda ejemplificado a través de un barco de vapor, en otras se refleja a través de una locomotora de ferrocarril. No cabe duda que los avances industriales vinieron acompañados de una revolución en los medios de transporte. Se constata además que los pintores no quedaron al margen de estos avances, por lo que interpretaron a través de sus obras todo cuanto se estaba desarrollando a nivel industrial y tecnológico. Resulta sintomático que encontremos un mayor número de estaciones de ferrocarri, trenes o barcos de vapor que de fábricas, seguramente menos evocadoras del progreso, menos fotogénicas.

Turner es posiblemente uno de los primeros pintores que se acercó al mundo del progreso. Y lo hizo con una técnica novedosa que en cierto modo adelanta algunas de las constantes que luego se verán explotadas con el Impresionismo. La pincelada es totalmente suelta en sus últimas obras, y su dirección parece seguir, en esta caso concreto, la de la tempestad que amenaza con volcar el barco. En cierto modo, el autor parece querer ensalzar a la naturaleza más que al progreso, actitud típicamente romántica, sólo que aquí no se recrea únicamente en elogiar al paisaje, sino que introduce elementos contemporáneos. Para esta obra nos ofrece una composición espiral en la que el barco ocupa la posición central. Todo parece estar mínimanente esbozado, dejándose al espectador el privilegio de atisbar los elementos que componen la escena. La gama cromática se reduce básicamente a los grises y los ocres, creando una atmósfera llena de poesía y melancolía.

Uno de los pintores que mejor ha llevado al Arte el concepto de lo Sublime.



miércoles, 13 de enero de 2010

Enfermos mentales



Si La libertad guiando al pueblo es la obra más popular de Delacroix, La balsa de la medusa lo es de Théodore Géricault (1791-1824), otro de los grandes pintores románticos franceses, cuya carrera, como vemos, se vio interrumpida relativamente pronto debido a su prematura muerte. Nos encontramos ante un típico artista romántico: atormentado, apasionado y tremendamente expresivo en sus creaciones. En efecto, al observar La balsa de la medusa podemos apreciar el gusto del artista por recalcar los aspectos más expresivos de los personajes, tanto a través de sus rostros como a través de sus cuerpos. En este sentido, tenemos que recordar que el extraordinario tratamiento anatómico que concede a los personajes de esta famosísima pintura tienen mucho que ver con un viaje realizado a Italia, donde quedó fascinado por la obra de Miguel Ángel, de tal forma que dichos personajes son tratados volumétricamente como si de esculturas se tratara.

Volumen y color parecen ser entonces dos de las preocupaciones básicas de este pintor. A ello se une un dibujo difuminado, que también veíamos en Delacroix, y un notable interés por la captación de los estados de ánimos de los personajes, a los que concede una fuerza expresiva de tal magnitud que los eleva a categoría de heróes, algo que por otra parte entronca de lleno con la tradición romántica.

En este sentido, vale la pena subrayar el conjunto de retratos que realizó entre 1821 y 1824, en los años finales de su corta vida, y en los que trató de hacer una certera radiografía de las distintas expresiones de la locura. Este interés por acercarse a personajes anónimos y marginales nos recuerda a la serie que Velázquez le dedicó a los bufones y enanos de la Corte, así como a las Pinturas Negras de Goya, contemporáneas a estos retratos de locos, tan interesantes como apasionantes. La inspiración para realizar estas obras no fue casual, y para ello tomó como modelos a una serie de personas que se encontraban ingresadas en un asilo psiquíátrico. Contemplando estos retratos, podemos comprender que la intención de Delacroix no tenía una única motivación. Así, si por un lado quería hacer una galería de expresiones relacionadas con la locura, por otro quería elevar a estos personajes por encima de sus anónimas vidas, darles notoriedad, y dignificarlos como seres humanos. El acercamiento psicológico a ellos es apabullante, y la sinceridad que sus miradas esquivas nos transmiten resulta del todo emocionante, casi doscientos años después. Géricault los inmorttalizó de tal forma que hoy día aún parece que respiraran.

En la imagen de más arriba podéis ver reflejada la monomanía del rapto de niños (aunque según los lugares y libros también aparece como el juego). Pero también podemos destacar la de la envidia, el juego, la cleptomanía o la manía de la orden militar. Todos ellos constituyen por sí solos espléndidos tratamientos, pero en su conjunto dan forma a una serie sumamente interesante y no lo suficientemente conocida.

Os sugiero una visita al fantástico blog Enseñ-Arte, en el que se encuentra una interesante entrada dedicada a estos retratos.


lunes, 11 de enero de 2010

La niña huérfana en el cementerio



La obra más conocida de Eugéne Delacroix (1798-1863) es sin género de dudas La libertad guiando al pueblo, un lienzo que resume buen parte de la situación política de la Europa del siglo XIX, con las revoluciones burguesas en primer plano. Es, al mismo tiempo, el más clarificador ejemplo de que el sentimiento se había impuesto a la razón, y que el Neoclasicismo daba paso al Romanticismo, un movimiento cultural más volcado en las sensaciones y pasiones del ser humano. Es también una obra con un fuerte carácter simbólico. El emblema de una época.

Pero Delacroix es más que esa famosa pintura. Y hemos de decir que entre sus obras encontramos un interesante conjunto de pinturas que nos hablan de su estancia en Argelia y del conocimiento que tuvo allí no sólo de las costumbres de sus habitantes, por entonces muy distintas a las de los burgueses europeos, sino también de la luz que el norte de África le proporcionaba, mucho más brillante y cegadora a la de su Francia natal. Fruto de ese viaje serán obras tan significativas como La matanza de Quíos, Mujeres de Argel o Los posesos de Tánger.

Al reparar en estas obras, nos llama la atención no sólo la temática que estas abordan, mucho menos sosegadas que las que había explorado el Neoclasicismo; tenemos también que fijarnos en los recursos técnicos, en ocasiones diametralmente opuestos a los utilizados por pintores anteriores como David o Ingres. Y es que mientras los pintores neoclásicos utilizaban un dibujo preciso y unas composiciones equilibradas, la respuesta de los románticos será una fuerte apuesta por composiciones mucho más abigarradas, acompañadas, como vemos, por un dibujo mucho más suelto que otorga al tratamiento del color un papel protagonista.

A veces, toda la técnica de un pintor de primera categoría como es Delacroix asombra al espectador, y es por ello que algunas de las pinturas antes mencionadas sean tan famosas. Ello no debe alejarnos de otras que, aunque menos conocidas, nos muestran la misma calidad. Por ello quisiera hablaros brevemente sobre La niña huérfana en el cementerio, que nos ha servido para ilustrar esta entrada. De formato menor que la mayor parte de las obras de su autor, data de 1824. Técnicamente presenta una solución cromática muy interesante que parece dejar el color en un segundo plano, tal como dijimos antes. La composición es muy atractiva y moderna, pues nos deja al personaje en el centro del cuadro en una actitud en movimiento, de tal forma que parece querer mostrarnos el extracto de un acontecimiento cuya interpretación concede al espectador. El recurso expresivo de mostrarnos al personaje de una forma fugaz y casi casual se acerca, por su inmediatez y su espontaneidad, a la fotografía, antes incluso que esta disciplina comenzara a desarrollarse. La expresión de la niña, anónima protagonista de la pintura, ayuda a esa sensación, dejando un poso de misterio a su alrededor. El resultado final es muy sugerente, y nos brinda, en definitiva, una pequeña obra maestra.


domingo, 10 de enero de 2010

Bañistas de Ingres



Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867) es otro de los grandes pintores del Neoclasicismo. En él se materializa el amor hacia el cuerpo humano heredado de la antigüedad clásica y también del Renacimiento. En él, la búsqueda del ideal de belleza, en este caso femenina, será una constante y una razón vital sin la cual no se entiende su pintura. Así, si repasamos su producción pictórica, y aunque haya otros temas (destacando los retratos realizados a la nobleza y la burguesía de la Francia de su tiempo), es en la representación de la mujer donde alcanza sus mejores resultados.

Haciendo gala de un dibujo exquisito que roza la perfección, obras como La bañista de Valpinçon, La pequeña bañista, La gran odalisca, La odalisca y la esclava o El baño turco son una declaración de amor hacia la Belleza, plasmada a través del cuerpo de la mujer. De él dijo el poeta Charles Baudelaire: "Una de las cosas que, en mi opinión distinguen ante todo el talento de Ingres es su amor por la mujer. Su libertinaje es serio y lleno de convicción. Ingres no es nunca tan feliz ni tan poderoso como cuando su genio se enfrenta con los encantos de una belleza joven". En efecto, la simple observación de estas y otras obras no hace sino corroborar lo que nos dice Baudelaire para que nosotros podamos confirmarlo. Pero a esto tenemos que añadir además la meticulosidad con la que trata las texturas no sólo de los desnudos, sino de los textiles que en estas obras aparecen, y que le sirven para mostrar al espectador su virtuosismo técnico. Cortinajes, sábanas, alfombras, pañuelos, toallas, abanicos o plumajes, muchas veces de inspiración oriental, son comunes en su pintura.

En este sentido, es justo que reparemos en una de sus últimas obras maestras, El baño turco, fechada hacia 1863, por ser un compendio perfecto de este conjunto de obras que antes hemos citado. Aunque lo primero que nos llame la atención sea su formato circular (lo que posibilita una composición centrípeta sumamente interesante), inmediatamente después nos fijamos en la figura femenina que aparece de espaldas, modelo que ya había repetido en La bañista de Valpinçon (1808) y La pequeña bañista (1828). Resulta también muy sugerente el grupo de mujeres que se sitúa a la derecha de este personaje, especialmente la figura que levanta sus brazos por encima de su cabeza en una actitud totalmente entregada al espectador. Le sirve de contrapunto otra figura que, algo más alejada, cruza sus brazos y dirige su mirada hacia un punto indeterminado, mientras otra chica le mesa los cabellos. Al fondo se sitúa otro grupo de figuras, más numeroso pero algo menos elaborado, conformando, finalmente, una obra técnicamente intachable y resuelta con una maestría fuera de toda duda, a lo que ayuda la ambientación que se da a la estancia, y que nos habla de las experiencias del pintor en la ciudad de Constantinopla.




jueves, 7 de enero de 2010

Marat


La muerte de Marat es sin duda una de las pinturas más célebres del pintor francés Jacques-Louis David (1748-1825), referencia indiscutible del Neoclasicismo pictórico. Como tal, el Neoclasicismo trata de recuperar los valores estéticos y culturales de la civilización grecolatina. Desde un punto de vista estrictamente artístico, es una respuesta al agotamiento de las formas barrocas a mediados del siglo XVIII, y será adoptado como el estilo oficial de la época de la Ilustración, conviviendo también con los sucesos de la Francia revolucionaria de finales del citado siglo.

En este sentido, la obra que hoy proponemos tiene tal importancia que a veces ha primado su valor como documento histórico por encima de sus cualidades artísticas, tanto a nivel técnico como compositivo. Evidentemente, no podemos obviar el tema, ni en ésta ni en ninguna otra pintura, pero también tenemos que atender a otras consideraciones que a menudo han quedado en un segundo plano, a pesar de su importancia.

Esta famosa pintura está fechada en 1793, año en el que gobernaba la Convención Jacobina en Francia. Era la época de El Terror, de Robespierre, y el cuadro nos narra un hecho sucedido en 1792, cuando Carlota Corday, simpatizante de la facción girondina (más moderada desde un punto de vista político), asesinó a Jean-Paul Marat en su propio domicilio. Nuestro personaje no militaba activamente en política, pero se posicionó claramente al lado de los jacobinos a través de los escritos que publicaba el periódico radical L'ami du peuple. Era por tanto un personaje mediático, que la oposición quería aniquilar. Este suceso lo convirtió en un héroe de la Revolución, y es por ello que se encargó una pintura en la que se representara el fallecimiento, que tuvo lugar, como vemos, en la bañera de su casa, mientras escribía y se tomaba uno de los muchos baños terapeúticos que realizaba para mitigar los síntomas de una enfermedad que atacaba su piel. El elegido para realizar este homenaje fue David, ya conocido por sus revisiones de los mitos clásicos a través de obras como El juramento de los horacios. A partir de este momento se convertirá en un artista íntimamente ligado a los sucesos revolucionarios, como bien muestran algunos retratos realizados a Napoleón, destacando la grandilocuente Coronación.

Para esta obra en concreto, David asume una sencillez estilística muy en la línea del primer Neoclasicismo, pero aportando nuevos elementos, entre los que debemos destacar, por un lado, ciertas influencias de un claroscuro propio de Caravaggio, artista admirado por David. Pero más llamativa incluso es la propia composición que elige para esta representación, al situar la escena principal en la parte baja del lienzo, mientras que la parte alta queda reservada a un fondo neutro más propio de la tradición barroca que de cualquier otra, y que ocupa la mayor parte del cuadro. Esta composición, insólita en la pintura tradicional del momento, aumenta sin lugar a dudas el dramatismo del acontecimiento que se pretende conmemorar, al mismo tiempo que lo eleva a categoría de divinidad, a lo que ayuda también la postura del personaje, que deja caer plácidamente su brazo derecho como si de una imagen de Cristo muerto se tratara. El autor nos da a entendfer que Marat murió por la Revolución, ya que éste aparece realizando su labor como escritor y periodista. La capacidad para que el espectador quede inmediatamente inmovilizado por esta visión directa, certera y llena de fuerza explica la popularidad que ha acompañado a esta pintura desde el mismo momento en que fue realizada.

martes, 5 de enero de 2010

Iván Zulueta


Hace unos días nos dejaba Iván Zulueta (1943-2009). Este donostiarra pasará a la historia por haber dirigido una de las películas más apasionantes, turbadoras y personales de todo el cine español. Arrebato (1979) es más que una película; es una experiencia, un viaje iniciático para el espectador. Es una obra única, insólita en nuestra cinematografía, y sin parangón con ninguna otra. Podríamos quedarnos hablando de esta cinta horas y horas. Tan honda, tan profunda, tan intangible se nos antoja. Cualquier aproximación que podamos hacer acerca de su argumento nos parece innecesaria, y acerca de la interpretación que pudiéramos darle, tan sólo dejaremos abierta la puerta para que todo aquel que quiera vivir ese arrebato lo consiga por sus propios medios. La única forma es viéndola. Desde este blog recomendamos que así se haga, avisando, eso sí, que no van a ver una película al uso.

Al hablar de una película, lo lógico hubiera sido que hiciéramos un esbozo del resto de la filmografía de su director. Pero se da la circunstancia de que Zulueta sólo firmó, antes que la película citada, algún cortometraje underground y el largo Un, dos, tres, al escondite inglés, a principios de la década de los 70. Esto quiere decir que, tras finalizar Arrebato, no pudo dirigir nada más, salvo algún capítulo aislado para alguna serie de televisión. No sabremos a ciencia cierta si esa escasez creadora pudo deberse a su relación con las drogas, o sencillamente ya lo dijo todo allá por 1979, y Arrebato fue su catarsis. Al fin y al cabo, como leía el otro día en Público, ya había hecho, a la segunda, la película que muchos directores persiguen toda una vida.

¿Pero podemos considerar a Zulueta un director de cine? Realmente seríamos injustos si olvidáramos otras facetas de un artista heterogéneo a pesar de no ser, como decimos, demasiado prolífico. En este sentido, lo más destacable fue su labor como cartelista para otros directores de cine. Influenciado por el Pop Art, sus trabajos para Pedro Almodóvar han sido los más celebrados y conocidos, y así lo vemos en los carteles de Laberinto de pasiones (1982) o ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984).

Destacamos sobre todo el realizado para Entre tinieblas (1983), que encabeza esta entrada, y en donde queda resumida perfectamente la historia que la película nos cuenta. Sobresale por encima de todo la capacidad que tiene para quedar retenido por el espectador, al componer una imagen de gran fuerza estética, como es la de un tigre con hábito monjil. Efectivamente, en la película filmada por Almodóvar hay un tigre, pero este no es protagonista, sino que sirve de mascota a una de las religiosas. La Orden de las Redentoras Humilladas tiene por fin recoger de la calle a todas las mujeres pecadoras que huyen de la justicia por motivos de drogadicción, prostitución o asesinato. Sin embargo, el convento no será tal remanso de paz. Por ello, el tigre retiene entre sus garras a la mujer del traje rojo. Por eso, también, el escudo de la orden cambia los siete puñales del corazón por siete jeringuillas, aludiendo claramente a la heroína, presente, también, entre los muros del convento. Zulueta logra, como decimos, narrar la película con muy pocos medios expresivos, lo cual es un valor añadido en la cartelería para cine. Además, enmarca la escena en un marco morado salpicado de unas notas musicales que, en color rojo, hacen referencia a la condición de cantante de la protagonista del film. Nos habla, en cualquier caso, del buen hacer de un artista que no lo dijo todo, o no lo pudo decir todo, o sencillamente no quiso.

Os dejo aquí un vídeo de 2004 en el que habla sobre su obra más famosa. Ojalá sintáis el arrebato...

D.E.P.

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