jueves, 6 de noviembre de 2008

Atletas inmortales



Al hacer un recorrido por la escultura griega, encontramos que, junto al gran repertorio de dioses mitológicos, son abundantes las representaciones de atletas en momentos muy concretos de su actividad. Esto es especialmente acusado en el siglo V a. C., etapa clásica del estilo, y en el que brillaron con luz propia escultores como Fidias, Policleto y Mirón, autor de esta famosísima obra, conocida como el Discóbolo.

Como decimos, esta obra no supone un caso aislado en lo que a esculturas de atletas se refiere. Entre la producción del gran Policleto, encontramos al Doríforo o al Diadumeno, buenos ejemplos del interés por la anantomía del cuerpo humano, especialmente del masculino, como medio para representar al hombre como centro del Universo. Este interés anatómico se relaciona además con el concepto del canon, fundamental en la plástica griega, y que durante este siglo quedó fijado en la repetición de las siete cabezas, hasta que un siglo más tarde Lisipo estableciera el canon de las ocho cabezas. Por otro lado, en relación a estos atletas, el hecho de que fueran inmortalizados nos habla en cierta medida de la importancia que éstos tenían en la cultura clásica.
El Discóbolo de Mirón (480-440 a. C.) es uno de estos atletas. Cronológicamente, esta obra se inscribe en el citado siglo V a. C, pero en su primera mitad, razón esta, junto a algunos anacronismos, por la que no se suele inscribir dentro el grupo de los artistas clásicos del siglo, y por el contrario algunos autores llegan incluso a calificarla de preclásica. Hay que precisar, no obstante, que tal y como suele suceder en la estatuaria griega, no conocemos la obra originbal de bronce si no es a través de las fieles copias que los romanos nos legaron. Independientemente de estas etiquetas, que veces nos impiden ver las obras en su más amplia dimensión, fijémonos en los valores estéticos de esta obra universal, no suficientemete valorada en la historiografía tradicional a pesar de haber gozado desde siempre de gran popularidad. Fuera de todo esto, podremos observar la figura de un hombre atlético que realiza una torsión perfectamente estudiada justo en el momento previo a lanzar el disco. La posición de todas las extremidades ha sido minuciosamente estudiada por su escultor, hasta el punto de crear una composición espiral de insólita e inmortal belleza.
Estamos por tanto ante una obra capital del arte griego. Una bella escultura en el más amplio sentido del término, que consigue unir al mismo tiempo la belleza exterior puramente física con la interior, a través de un atleta concentrado en lo intelectual. Todo ello con gran delicadeza y sensibilidad.
... otra pequeña gran obra...

lunes, 3 de noviembre de 2008

Atenea Niké



Sin lugar a dudas, el Partenón es el templo griego más conocido, y el paradigma de la arquitectura clásica por excelencia. Pero cabe recordar que no es la única construcción levantada en la Acrópolis de Atenas, pues desde lo alto dominan también la ciudad los Propíleos, el Erecteion y, cómo no, el Templo de Atenea Niké, que podéis ver en la imagen de arriba.

Este pequeño edificio ha pasado a la Historia del Arte Universal como paradigma de belleza y armonía. Es el mejor y más acabado ejemplo del orden jónico. Dicho orden se caracteriza, además de por el capitel de volutas, por la estlización de su fuste. El jónico es el orden de lo pequeño, de lo equilibrado. Frente a la robustez del dórico o la monumentalidad del corintio, el jónico apuesta por un concepto estilizado de las formas, de tal forma que ha sido identificado con lo femenino en la histroriografía artística.

El Templo de Atenea Niké fue constuido, como el Partenón, durante el mítico siglo V a. C. El proyeto es de Calícrates, responsable asimismo del famoso templo dórico junto al también arquitecto Ictino. Se trata de un templo tetrástilo y anfipróstilo. El edificio fue levantado en conmemoración de la victoria sobre los persas, y consagrado a la patrona de la ciudad, Atenea, diosa del saber y la sabiduría. Presenta un friso propio del orden jónico, en el que se desarrollan unos relieves narrativos realizados por el taller de Fidias y en los que se nos muestra a Atenea, Zeus y Poseidón ayudando a los atenieneses. En ellos podemos ver las constantes etéticas de la escultura de su tiempo, resultando especialmente significativa, por la calidad con la que se ha llevado a cabo, la técnica de los paños mojados. Originalmente, el templo se remataba con un frontón triangular que, lamentablemente, no se conserva.
Tal y como puede apreciarse en la fotografía, este hermoso edificio es de pequeñas proporciones, entre otras cosas por las propias limitaciones físicas del emplazamiento elegido para su erección. Es por tanto una obra que se adapta de forma magistral a la proporción humana, dando muestras por tanto del antropocentrismo tan querido por los griegos, y que será rescatado durante el Renacimiento y el Neoclasicismo con mayor o menor fortuna. A pesar de todo lo dicho, a pesar de esa deliberada delicadeza y sensibilidad arquitectónica sabiamente conseguidas, el edificio consigue elevarse con gran personalidad sobre el terreno circundante, algo a lo que ayuda, lógicamente, el hecho de que esté situado, precisamente, en lo más alto de la ciudad. No debe escapársele al espectador el tacto con el que los griegos elegían el emplazamiento de sus construcciones, pues en ellas no sólo pretendían la relación con el ser humano, sino también con el medio natural, para que, de esa manera, también quedaran unidos hombre y naturaleza a través de algo tan abstracto como la arquitectura.
Con todas estas premisas, queda claro que estamos ante un edificio pequeño y grande a la vez.

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