lunes, 27 de abril de 2009

Juan de Juni y el nacimiento de la imaginería española



Aunque hay teóricos que afirman que fuera de Italia no hubo un verdadero Renacimiento, y todo lo realizado fuera de dicho país durante el siglo XVI es una mera imitación de los modelos italianos basada más en la forma que en el contenido, lo cierto y verdad es que gracias al desarrollo de la imprenta, al florecimiento urbano y comercial, y a los viajes de ida y vuelta realizados por artistas de diversos países, fructificaron carreras artísticas más allá de la península itálica que, en cierto modo, vinieron a ser versiones nacionales del estilo.

España no fue una excepción, y en el campo de la escultura asistimos a variadas tendencias, claramente diferenciadas. Por un lado, los artistas de clara influencia clásica, con los Leoni a la cabeza, que desarrollaron su labor en el último tercio del siglo XVI en un ambiente cortesano. Mucho antes que ellos, durante el primer tercio del siglo XVI, fueron las figuras de Diego de Siloé y Damián Forment las que, con un lenguaje aún retardatario, dieron paso a una labor escultórica nueva, especialmente centrada en el mundo del retablo.

Entre estos dos grupos de escultores, cabe situar el nacimiento de lo que en España se ha llamado imaginería, y que tiene mucho que ver con dotar a las figuras religiosas de un hálito de divinidad que llegue fácilmente al espectador, para así conmover la fe de los creyentes a través de la emoción y del sentimiento. Los dos primeros escultores que realizaron esta labor en nuestro país fueron Alonso Berruguete y Juan de Juni (1507-1577). Ambos recibieron formación artística italiana. En el caso de Juni, esas influencias clasicistas se mezclan con las improntas francesas y las propiamente españolas.

Valga como ejemplo este Entierro de Cristo, sin lugar a dudas una de sus obras más célebres, que pone de manifiesto las influencias antes citadas, pero muy especialmente todo lo relativo a lo que aludíamos acerca de las intenciones del imaginero, en tanto en cuanto el escultor ofrece al espectador todo un cúmulo de sensaciones fácilmente perceptibles, para que estas sean rápidamente asumibles en un ejercicio de empatía entre el creyente y el capítulo religioso que allí se cuenta. En este caso, asistimos a un teatral entierro de Cristo. A pesar de que el conjunto escultórico haya sido concebido para ser contemplado desde un sólo punto de vista, está dotado de un concepto muy escenográfico. En él interactúan dramáticamente todos los personajes que acompañaron a la madre doliente en tan duro trance, y se resuelven en actitudes de dolor que poco tienen que ver con la belleza clásica, y que más bien adelantan lo que será la escuela castellana de imaginería que se desarrolle durante el Barroco, con la figura estelar de Gregorio Fernández a la cabeza. En efecto, ese concepto teatral, que anticipa el Barroco en una fecha tan temprana como 1543, queda remarcado por la figura de José de Arimatea, que ofrece una espina de la corona de Cristo al espectador, al que mira y al mismo tiempo introduce en la escena, haciéndolo partícipe por tanto del momento representado. Es, en cierto modo, una forma de invitar al fiel al entierro. He aquí la labor del imaginero. He aquí un anticipo de lo que habrá que venir en el seiscientos español.

En la Wikipedia hay un artículo bastante completo sobre este escultor


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